26/10/11

BOARDING HOME

La casa decía por fuera "BOARDING HOME", pero yo sabía que sería mi tumba. Era uno de esos refugios marginales a donde va la gente desahuciada por la vida. Locos en su mayoría. 

Ya nada mas se puede hacer.

Porque en el BOARDING HOME nadie tiene a nadie.

Bien. Este es mi final. El último punto a donde pude llegar. Después de éste BOARDING HOME ya no hay mas nada.

Salgo del cuarto tapándome la nariz. Voy hasta mi habitación y me tiro en la cama. Miro al techo azul, descascarado, cubierto de diminutas cucarachas. Éste es mi fin. Yo, William Figueras, que leí a Proust completo cuando tenía quince años, a Joyce, a Miller, a Sartre, a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Albee, a Ionesco, a Beckett. Que viví veinte años dentro de una revolución siendo victimario, testigo, víctima. Bien.

Yo también miro con odio a este viejo fofo, con cara y voz de gran burgués, que se alimenta de la poca sangre que corre por nuestras venas. Yo también pienso que para ser dueño de este BOARDING HOME hay que estar hecho de la pasta de las hienas o las auras.

Mafia, de hombre a hombre te lo digo, ¿Sabes por qué te volviste medio loco? Por leer.


25/10/11

eL FestíN De LaS mOsCaS


No vivir
un tanto en el festín de las moscas
es un decir que responde
al eje diminuto del hambre.
Uno se inclina y le roza
en la nariz el moribundo
(el que se buscaba en un tiempo frío
en el refrigerador de las conciencias)
y que ahora aparece
patentizado en los embutidos:
ese que fue un surtir acusador
y supo como un acordeón
apretar sus hombros en las latas


11/10/11

Crónica de la ciudad de Bogotá




Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos del público y también agradecía otro día de vida burlado a la muerte.


Patricia estaba en la lista de los condenados, por pensar en rojo y en rojo vivir ; y las sentencias se iban cumpliendo, implacablemente, una tras otra.


Hasta sin casa quedó. Una bomba podía volar el edificio: los vecinos, obedientes a la ley del miedo, le exigieron que se fuera.


Ella andaba con chaleco antibalas por las calles de Bogotá. No había más remedio; pero el chaleco era triste y feo. Un día, Patricia le cosió unas cuantas lentejuelas, y otro día le bordó unas flores de colores, flores bajando como en lluvia sobre los pechos, y así el chaleco fué por ella alegrado y alindado, y mal que bien pudo acostumbrarse a llevarlo siempre puesto, y ya ni en el escenario se lo sacaba.


Cuando Patricia viajó fuera de Colombia, para actuar en teatros europeos, ofreció su chaleco antibalas a un campesino llamado Julio Cañón.


A Julio Cañón, alcalde del pueblo de Vistahermosa, ya le habían matado a toda la familia, a modo de advertencia, pero él se negó a usar el chaleco florido:
_Yo no me pongo cosas de mujeres-dijo.


Con una tijera, Patricia le arrancó los brillitos y los colores, y entonces el hombre aceptó.
Esa noche lo acribillaron. Con el chaleco puesto.